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El arquitecto colombiano Felipe Uribe ve en el gremio una debilidad que está haciendo de la arquitectura y de la ciudad un negocio; para él la ciudad tiene que ser un espacio de calidad
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Felipe Uribe. © Juliana Gómez García – @blackvisual
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Ciudad de México (N22/Ana León).- El arquitecto urbanista Felipe Uribe, fundador de UdeB Arquitectos, ha desarrollado diferentes proyectos que han contribuido a la recuperación social de Medellín, Colombia. Su práctica apela a “atender más lo que surge de las necesidades humanas que cualquier forma y apariencia”. Sobre la transformación de las dinámicas de las ciudades latinoamericanas a través de la arquitectura, el derecho a la ciudad, las formas de habitarla y otros temas, charlamos con el urbanista colombiano que forma parte del grupo de expositores e invitados de la próxima edición de Mextrópoli, el Festival de Arquitectura y Ciudad, organizado por Arquine, que sucederá del 17 al 20 de marzo en la Ciudad de México.
Para ti, como arquitecto, pero sobre todo como urbanista, ¿de qué se habla cuando se habla de hacer ciudad?
Para mí se puede resumir en algo muy elemental: es hacer, básicamente, de la vida urbana una experiencia gratificante. Suena muy sencillo, muy escueto, pero es eso, que lo que vivas en cualquier transcurso de la ciudad esté lleno de elementos motivantes, agradables, de sitios de encuentro; es generar esa experiencia sublime. Obvio, para hacer eso necesitamos de cosas muy sencillas pero muy profundas en su desarrollo como por ejemplo una red de espacio público exquisita, una red de parques y sistemas ambientales absolutamente ideales, paraderos de autobuses, banquetas continuas, señalización, todo eso va sumando para que esa experiencia sea dignificante.
¿Bajo qué parámetros se mide y define una ciudad? Y en este sentido, ¿cómo concibes el diálogo entre lo que se construye y la forma en la que se habita? ¿Cómo habitar la ciudad?
Tiene que haber una sinergia muy fuerte en donde la arquitectura de la ciudad sirva de escenario para las múltiples representaciones de la vida comunitaria. Que ya no sea una arquitectura de representar algo, el poder, por ejemplo, o escenográfica, sino un escenario que permita actividades espontáneas y programadas en lo urbano. Ahí está el gran reto que tenemos como arquitectos. Y que, finalmente, sea la ciudadanía quien valide los proyectos: que la apropiación del ciudadano le de esa validez a la actuación del arquitecto.
Siempre que estoy planteando un proyecto arquitectónico parto del hecho de entender el evento, llamémoslo el ritual o la acción, creo más en la necesidad de atender lo que surge de las actividades humanas que cualquier cosa de forma o apariencia. No soy capaz de pensar un proyecto de arquitectura o pensar un pedazo de ciudad sin entender que lo primero es servir como instrumento que active todas estas acciones o rituales colectivos, comunitarios o individuales.
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Edificio Ciempies – Parque de las Silletas, Núcleo Comfama, Parque Arví. © Alejandro Arango Escobar – @pr.arq
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¿Qué hacer con lo ya construido que ha creado un paisaje que responde a estas relaciones de poder que has mencionado?
El gran reto es que como nuestras ciudades se renuevan tanto, estamos destruyendo y construyendo y armando ciudad muy rápido, tenemos que involucrar una noción de espacios de diálogo, lo que concibo como deambulatorios vestibulares: estos espacios en los que se puede deambular alrededor o a través del edificio sin haber entrado a éste. Que en muchas ciudades, como Morelia, en los cascos históricos, hay estas arcadas, espacios intermedios gratos, amables.
Otra perspectiva importante, sobre todo en nuestras ciudades donde se ha ido incrementando la violencia y la inseguridad, que se vuelve un factor de diseño importante, es que tiene que haber mayor relación visual directa entre el interior, que el usuario que está dentro del edificio puede ver de manera directa al transeúnte, y viceversa, que el ciudadano mire hacia adentro, sobre todo en los edificios que alberguen cultura o actividades culturales. Que hagamos de los edificios culturales una especie de vitrina que atraiga o invite, que no se nieguen al exterior. Ahí debe estar una de las premisas importantes que deben asumir arquitectos, urbanistas, planificadores y políticos.
Hemos transitado de la ciudad horizontal a la ciudad vertical, ¿esa concepción formal constructiva es el único futuro posible para las ciudades?
No me preocupa que vayamos hacia lo vertical, de hecho considero que nuestras ciudades latinoamericanas son bastante horizontales y esa horizontalidad excesiva generalmente lo que produce es un deterioro de la ciudad porque como no es compacta, la movilidad se vuelve un problema; ciudades como la Ciudad de México o Bogotá empiezan a explayarse, a regarse. Creo que nosotros debemos de incentivar una densificación hacia lo vertical sin irnos a los extremos, no necesitamos ciudades de rascacielos, por la mancha urbana que ya tenemos, pero sí me parece sano e inteligente apostarle a unas densificaciones tipo el Ensanche, de Barcelona: unos diez u once pisos donde todavía la incidencia de la luz, el cielo, es interesante en la ciudad; que no se vuelva una ciudad tan vertical que no podamos sentir ni el calor del sol. Es decir, siempre y cuando no se afecten demasiado las proporciones de la vida.
¿Cómo piensas la urbe latinoamericana del futuro?
Lo primero que tenemos que hacer más que soñar en un paradigma o algo idílico, es organizar las estructuras de movilidad. Empezar por la red peatonal, robarle a las vías para darles un ancho necesario y digno donde puedan desplazarse los peatones y tener arborización, paraderos y demás. Luego, adoptar el modelo de ciudades nórdicas y ciudades como Berlín respecto a la bicicleta, necesitamos pasar a la bicicleta y tenemos que hacer un trabajo muy complejo sobre lo que hay, es decir, reducir carriles de vehículos. Podemos y debemos generalizar este programa de peatones y bicicletas a costa de las secciones viales. Y tenemos que atender el transporte masivo: metro, autobuses. Después de lograr movilidad, que para mí es lo que más repercute sobre la calidad urbana, está recuperar nuestros espacios públicos: arborizaciones, recuperar quebradas, en el caso de Colombia es muy típico que nuestros elementos de agua son maltratados. Es decir, recuperar la malla verde, ambiental y el control sobre el uso del espacio público y de los primeros niveles de la ciudades: tener más autoridad en la planeación y no dejar que los promotores se nieguen a la ciudad. Apoderarnos de la planeación de los primeros cinco metros de profundidad de un edificio y los primeros cinco pisos de altura, que sean el garante de la calidad de vida en el espacio público.
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Edificio Universidad Ciudad – Jorge Hoyos Vásquez, S.J. © Alejandro Arango Escobar – @pr.arq
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Las ciudades son objeto de reflexión pero también espacios de control político y económico. Tras el terremoto del 19 de septiembre en la Ciudad de México se puso sobre la mesa el control que ejercen promotores inmobiliarios en cuanto a qué se construye y cómo se construye más allá de las leyes que supuestamente los regulan, además del manejo de la información de ésta, ¿a quién corresponde el control de la ciudad?, ¿a quién pertenece la ciudad?
El control tiene que ejercerse desde la planeación. Es imposible que desde la perspectiva particular podamos planear a largo o mediano plazo. La planeación tiene que seguir siendo una entidad fuerte del estado aunque ya sabemos que nuestros gobiernos u oficiales de planeación no ejercen este control. Es evidente que estamos hablando de una planeación basada en cosas cuantitativas que nada tienen que ver con la cualidad, no hay ni en la norma nuestra, y creo que en lo latinoamericano, ese cuidado de la calidad. No podemos perder la fe en que tiene que haber una autoridad central que regule. ¿De quién es la ciudad?, tiene que ser de los habitantes, la ciudad no es más que todo este constructo cultural; somos los dueños de la ciudad.
Entre esta planeación no regulada y nosotros que aparentemente somos los dueños de la ciudad existe un déficit muy grande que se lo tenemos que atribuir no sólo a la planeación sino a los arquitectos y a los urbanizadores, los promotores están ejerciendo un poder tan fuerte que lamentablemente veo en nuestro gremio una debilidad, muchos arquitectos están dando el brazo a torcer y están entregando la arquitectura de la ciudad a una cosa numérica, de promotor, básicamente están haciendo de la arquitectura y de la ciudad un negocio. La ciudad tiene que dejar de ser un negocio, tiene que ser un espacio de calidad. Obvio, los desarrollos privados pueden ser negocio pero no a cambio de la calidad urbana.
En diferentes ámbitos se habla de construir ciudades más igualitarias, democráticas, del derecho a la ciudad, desde la arquitectura, ¿cómo se pueden atender estos tópicos?, ¿cómo pasar de la teoría a la práctica?
Muchos colegas en el caso de Medellín y Colombia, en general, ya hemos pasado de la teoría a la práctica. Hemos asumido una responsabilidad social y hemos convertido muchos de nuestros proyectos en piezas o instrumentos que sí ayudan a esta democratización o a esta igualdad. ¿Cómo se da, cómo dejan de ser palabras? Por ejemplo: que un edificio opere 24 horas aun si está cerrado. Una biblioteca, que durante la noche está cerrada, ¿qué pasa con el edifico? Puedes hacer de estas piezas culturales, a través de vitrinas, de elementos de vidrio, zonas de actividad permanente. Siendo edificios a veces privados, el permitir que se deambule por andenes, por terrazas, por balcones a cualquier hora y se pueda apreciar arte, leer o encontrarse con alguien, ya se empieza a hablar de democratizar la ciudad a toda hora. Si brindas calidad urbana al exterior como al interior, haces algo por gente a la que nunca se le ha brindado este tipo de calidad o ha estado abandonada por la política y por el gobierno. Sembrarás algo muy sencillo pero muy fuerte cuando se hace ciudad: esperanza.
También se debe acabar con un sofisma que hemos tenido en Latinoamérica y es que para gente poco pudiente hay que construir de manera pobre tanto en materiales como en diseño y es lo contrario, tenemos que revertir y demostrar que las referencias más dignas tienen que estar en los edificios de carácter cívico o público, que cualquier ciudadano pueda acceder a espacios o edificios de máxima calidad que en nuestras ciudades se limitaban a grandes corporaciones.
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