Una escritora argentina que vive en Berlín

Para Samanta Schweblin la literatura es una forma de poner orden a ese lío llamado vida. Aquí una conversación con la autora sobre la escritura, su novela Kentukis y las relaciones humanas a través de la tecnología

Ciudad de México (N22/Ana León).- El último libro publicado, hasta ahora, por Samanta Schweblin, es Kentukis. Y se pronuncia tal cual se lee: K e n t u k i s. La escritora argentina quería que el nombre de las máquinas cutre que protagonizan esta historia reflejara justo esa característica: algo corriente, demasiado tecnológico y en este caso costoso, pero con una apariencia barata, como si de una copia se tratara.  

La historia gira justo en torno a estos animales tecnológicos cubiertos de peluche que funcionan como “compañeros”, “mascotas”o voyeurs. Se puede ser un kentuki o poseer un kentuki. Es decir, los personajes de cada una de las historias que se van narrando en esta novela, viven acompañados por una de estas máquinas o manejan uno a través de una aplicación por computadora y desde lugares remotos. Así, ambos humanos —los que conviven con el kentuki y los que manejan al kentuki—, abren la puerta de sus espacios más íntimos, de su casa, de su trabajo y de su vida cotidiana a un perfecto extraño. La amenaza está ahí, latente: nunca se sabe quién puede estar viendo desde el otro lado ni desde qué lugar.

El libro se publicó en 2018 y se trata de su segunda novela. Antes, en este género, vio la luz Distancia de rescate (2014) que justo ahora se encuentra en proceso de transformación para ser narrada desde la pantalla grande bajo la dirección de la peruana Claudia Llosa y con la producción de Netflix.

La publicación de esta primera novela se dio cuando la autora vivía en Berlín, ciudad a la que llegó dos años antes, en 2012. No es casualidad que su creación coincida con este cambio de residencia. Pues como ha dicho en varias entrevistas, aquí ha podido comprar tiempo para escribir, «me quedé por un tema sobre todo de tiempo y dinero, y es que comprar mi tiempo de escritura en Berlín me sale casi un tercio de trabajo de lo que me salía en Buenos Aires.»

Desde esta ciudad, Samanta, que actualmente está en la primera lista de finalistas al Man Booker International 2019 por su libro de cuentos —género que ha cultivado y en el que es una de las narradoras latinoamericanas más relevantes de su generación— Pájaros en la boca (2008), respondió una entrevista sobre su más reciente libro, las mutaciones en las relaciones humanas por la tecnología y lo que es ser una escritora latinoamericana en Berlín.

Has mencionado que transitaste del cuento a la novela cuando cambiaste de ciudad, que el escritor debe «comprar el tiempo de escritura» y justo esa idea suena un tanto a futuro distópico, pero es una realidad y un presente. ¿Hay ciudades, países, que permiten escribir y otros que no?

El que necesita escribir, escribe, se escribe en la guerra, en la pobreza absoluta y hundido en las peores depresiones, grandes obras literarias salieron de todo tipo de oscuridades e injusticias. Pero puestos a elegir, por supuesto que hay mejores condiciones que otras, y la verdad es que tampoco se necesita de una vida terrible para escribir buena literatura. Cuando me preguntan por qué vivo en Berlín siempre hablo de cómo me gusta la ciudad, de su pluriculturalidad, su amplitud en todos los sentidos, su cultura, sus parques, etcétera. Pero la verdad es que me quedé por un tema sobre todo de tiempo y dinero, y es que comprar mi tiempo de escritura en Berlín me sale casi un tercio de trabajo de lo que me salía en Buenos Aires.

Eres una autora argentina fuera de Argentina, radicada en Berlín, y entonces en automático eres también una escritora latinoamericana y al tiempo, una autora internacional, ¿qué peso tiene la geografía para ti como escritora, en la manera en la que te definen desde afuera, en la manera en la que tú misma te vas haciendo de ciudad en ciudad?

Es tal como lo defines. En Argentina, la literatura latinoamericana era algo que escribían los otros. En las librerías, los estantes latinoamericanos eran para los mexicanos, los colombianos, los chilenos, los peruanos. Pero desde que estoy en Berlín yo también formo parte de ese estante. Lo mismo pasa con la internacionalidad. Supongo que al final son todas etiquetas que no terminan de definirme y que no me pertenecen, no pienso en ellas a la hora de la escritura. Sí me pasa a veces que, en festivales de lugares insólitos —Israel, Rusia, China—, una pasa a representar esa literatura argentina, o latinoamericana, una se vuelve la parte por el todo, aunque prefiera no hacerlo se es “la escritora latinoamericana”, y a veces es una gran responsabilidad responder por eso, porque no creo que haya leído suficiente literatura latinoamericana como para representarla, ni que sepa tanto de nuestras culturas.

Tu última novela, Kentukis, aborda muchos temas bastante escabrosos, por lo menos para mí. Pero primero quisiera hablar de la pertenencia, que es un tema que siento te cruza directamente porque vas, justo, de ciudad en ciudad, no así tan de un día para otro, pero sí hay viajes y ese sentirse extranjero. ¿Cómo generar esa pertenencia a distancia? ¿Es la escritura una forma?

Sí, la escritura es una forma de pertenencia, tal cual decís. Me pienso como una escritora argentina que escribe desde afuera. Esa es mi contradictoria forma de pertenencia. Pero me gusta, siempre me sentí extranjera. En la universidad me decían que yo ”hablaba raro”, y eso que venía del cono urbano de Buenos Aires, no del interior, que ya tienen hasta otras tonadas, siempre sentí ese “pertenecer dudoso”, pero supongo que la extranjería tiene mucho que ver también con la escritura, con la distancia y el extrañamiento, es algo a lo que le saco provecho.

Kentukis desborda eso, esas ganas del otro de ser, de estar, de formar parte de, de pertenecer, pero a distancia ya que en corto se es ajeno a la realidad que se vive. Hablas de una conexión en lo digital, ¿pero también está presente una potente desconexión con la vida real, con lo humano?

Sí, supongo que hay necesidad de conexión digital porque nos falta conexión en la vida real. Pero quizá también pensar esto sea un lugar común, no sé. Yo no podría tener la conexión que tengo con Argentina, con los amigos y la familia, si no fuera por las redes. También pienso en los chicos, los que hoy van al colegio y en la tarde siguen conectados con sus amigos de manera digital. Me parece que también se construye una red de pensamientos inmediatos muy potente, todo se juzga en vivo y de manera grupal. Es fuerte, es peligroso, no digo que no, pero también es interesante. Podría ser algo muy poderoso si las nuevas generaciones usaran estas herramientas de maneras inteligentes.

¿Es una parábola de las redes sociales, de esta hiperconectividad a la que se traspolan sentimientos y necesidades a “no lugares” y, al mismo tiempo, de la mutación de la comunicación?

Sí, claro. Intenta ser un reflejo de todo esto, un reflejo de preguntas y de esbozos de sus límites éticos y morales. Creo que nos falta pensar mucho todavía alrededor de estas cosas.

¿Y un cierto afán por la ubicuidad y la fantasía de lo eterno?

¡La ubicuidad! Cómo me gustaría tener ese superpoder de estar en todas partes al mismo tiempo. Las redes y algunas aplicaciones tienen algo de esto. Yo trabajo mucho por skype, a veces estoy cinco o seis horas trabajando en conexión con Barcelona o Buenos Aires y vi el cielo de esa otra ciudad durante un buen rato, vi a gente, interactué con ellos y hasta por ahí envié archivos que se imprimieron allá y se convirtieron en algo aún más concreto en esa otra parte del mundo. Si no hubiera estado ahí nada de todo eso habría pasado. Entonces, ¿sí estuve en Barcelona o en Buenos Aires toda la tarde? Supongo que es un estar a medias, pero aún así es algo maravilloso, es un cincuenta por ciento de ubicuidad.

En 2017 fuiste finalista del Man Booker Prize por Distancia de rescate, y ahora mismo estás en la primera lista de finalistas de este año al mismo premio, pero por Pájaros en la boca, ¿qué relevancia tienen los premios para ti?

Los premios acompañan, porque dan algo de dinero —que siempre se agradece— y llevan el libro a más lectores. Siempre me siento muy agradecida por ellos y además entiendo que hay un gran factor de suerte. Pero creo que es algo que le pasa a los libros, no a los autores. Son un compromiso por las expectativas que pueden generar, por el prestigio que algunos de esos premios traen, o la visibilidad que dan. Sí me puede pesar, en los eventos sociales, en las presentaciones, en los festivales, pero no cargo con nada de esto en el momento de la escritura.

Netflix está produciendo la versión en cine de Distancia de rescate, dirigida por la peruana Claudia Llosa, ¿hasta dónde te involucras en este proyecto? ¿Qué significa para ti que esta novela sea llevada a una plataforma como ésta?

En el caso de Distancia de rescate me involucré bastante. Escribí con Claudia Llosa la adaptación y opiné en la elección de casting y locaciones, y hasta estuve en el set en febrero. Pero no siempre es así. Hay proyectos que me parecen más delicados que otros. A veces hay historias en las que ya no quiero involucrarme porque siento que ya di todo lo que sabía sobre ellas. Hay otras en las que siento que todavía quiero saber un poco más. Y estoy muy contenta con la mirada que Claudia Llosa puede hacer sobre Distancia de rescate, porque es una directora a la que admiro muchísimo, tengo mucha curiosidad de ver esta película terminada.

La lejanía, la estancia en otra ciudad dices que te ha permitido reflexionar acerca de la propia lengua, ¿has pensado en escribir en otro idioma?

No, no por ahora. Soy muy mala con los idiomas. Apenas empiezo ahora a dominar el inglés, y mi alemán es malísimo. Adoro además el español. Pero estudiar idiomas me dio muchos cuentos. ”Cabezas contra el asfalto” y “Mis padres y mis hijos“, por ejemplo, son cuentos cuyas primeras ideas surgieron de malos entendidos idiomáticos. La vida es terriblemente confusa para mí, y la literatura parece ser lo único con lo que logro poner un poco de orden a ese lío. Mejor me mantengo en el español.

No estudiaste letras y tu formación has dicho fue más autodidacta, ¿cuándo llegó la vocación de la escritura y luego la idea de la escritura como modo de vida?

La vocación siempre estuvo. No recuerdo un momento en el que no tuviera la pulsión de contar historias. Mi mamá dice que contaba historias aún antes de aprender a escribir. Pero la idea de convertirme en una escritora, o de dedicarme a eso, no llegó hasta mis treinta. Hasta entonces escribir era mi gran pasión, pero siempre había antes algo prioritario, ya sea la carrera universitaria —estudié cine— o las responsabilidades de un trabajo del cual poder vivir independientemente. Fue en el 2008, cuando me ofrecieron una beca del Fonca para iberoamericanos, con la que me fui a vivir a Oaxaca tres meses, que decidí que dejaría todo para dedicarme pura y exclusivamente a la literatura. Y acá me gustaría hacer una salvedad, y es que la pregunta de “¿Debo dejar todo y dedicarme a escribir?” es la pregunta que más me hace la gente que quiere escribir, y creo que hay una confusión respecto a qué es eso de “dejarlo todo”. Para escribir también se necesita dinero. Dejarlo todo no es, de ninguna manera, renunciar al trabajo que te mantiene económicamente para sentarse a ver si se tiene alguna idea literaria. El gran cambio es darle a la escritura un lugar prioritario. Obsesionarse un poco, por decirlo de alguna manera, poner toda la atención en la escritura. Parece algo menor, pero es lo único importante.

Has mencionado que algo que le pides al cuento, aunque sea un cuento terrible, es «una travesía placentera», ¿qué le pides a la novela como escritora y como lectora?

Exactamente lo mismo. Pero me corrijo si dije “travesía placentera”, no creo que sea exactamente lo que quise decir. Lo que creo es que, incluso cuando la literatura se interesa siempre por lo oscuro, por el quiebre, por los límites más incómodos, yo creo que tiene que haber algún tipo de belleza, algo debe seducirnos al mismo tiempo que nos espanta, ese es el hechizo que sostiene la literatura de la que yo más disfruto, ese juego cruel, y a la vez justo, entre la belleza y el horror

¿Haces ese mismo ejercicio de desdoblamiento, escritora-lectora, al momento de escribir novela?

Sí, la verdad es que no siento tanta distancia entre la escritura de un cuento y la de una novela. Hay por supuesto una realidad que tiene que ver con las horas de trabajo, un cuento se escribe en dos meses, una novela en dos años, pero más allá de eso, en lo que es importante o no para mí a la hora de contar, son dos formas con leyes más o menos similares. Cuando al fin entiendo una historia, y me siento a escribir, las ideas traen ya sus propios elementos, traen un ritmo, un narrador, un género, una forma, y la extensión no es más que una consecuencia de todos esos elementos. A veces basta un cuento, a veces se necesita una novela.

De tu estancia en México, ¿qué es lo que más recuerdas?
El Centro de Arte de San Agustín en Etla, y todos sus alrededores, donde viví casi tres meses. De hecho esa es la locación donde se mueve Alina, uno de los personajes principales de Kentukis. Me acuerdo de los restaurancitos improvisados en los patios de algunas casas de la zona, lo rico que comíamos, lo mucho que caminaba, y la biblioteca del centro, donde trabajaba casi todas las mañanas. Me acuerdo de que durante los últimos diez días de mi estadía, alguien entraba cada noche en mi estudio y me dejaba en la silla de trabajo, justo frente al escritorio, una manzana. Dejaba la silla apenas apartada del escritorio, daba la impresión de que se hubiera pasado un buen rato cada noche mirando mis apuntes, que quedaban siempre sobre el escritorio. Me desconcertaba encontrar esa manzana cada mañana. Era algo precioso e inquietante a la vez, y eso fue también México, todo el tiempo.