«Maten a Darwin» (Fragmento)

De la pluma del sonorense Franco Félix, un fragmento de esta novela desternillante publicada por Caballo de Troya

Ciudad de México (N22/Redacción).- En diciembre de 2018 la editorial Caballo de Troya publicó la nueva novela de este autor nacido en Sonora que nos ha dejado conocer el estilo de su escritura a través de libros como Mil monos muertos (2017), Kafka en traje de baño (2015), Los gatos de Schrödinger (2015). A continuación compartimos un fragmento:

Narices, nucas, lenguas

Fenomenología (1)

1870 [1]

Los primeros ladrillos espirituales del fin del mundo cayeron, es verdad, cuando Charles Darwin y su prima Emma Wedgwood decidieron unirse en matrimonio, derribando así el extraño edificio de la civilización. Es verdad también que de esta relación endogámica vinieron al mundo diez pequeños desgraciados que no pudieron prolongar su linaje por la imprecación genética que se origina al fornicar con un familiar cercano.

A pesar de la suspensión ancestral, el viejo Charlie estaba convencido de que los seres humanos debían defender, a toda costa, el compromiso que habían adoptado al nacer: el raro impulso de preservación de la especie. Por eso copulaba frenéticamente, gobernado por un deseo insaciable que lo conectaba con el origen de las especies, con su cansada esposa Emma. Porque quería cambiar el curso biológico de las cosas. Eso sí, también hay que decirlo, era un adicto sexual. Su personalidad se atrofiaba, perdía color, no podía concentrarse si no penetraba dos veces al día a su consorte. Una con amor. Otra con saña. Pueden pensar, si quieren, que el hombre fornicaba religiosamente al amanecer y poco antes de dormir, porque el acto del sueño implica una cama de por medio. Pero se equivocarían. El excéntrico Charles, conocido como el Asesino de Dios, se hundía en el erotismo a las horas más extrañas y en los lugares más estrafalarios de su residencia en Kent, la famosa Down House [2], ubicada al sudeste de Londres. A veces expoliaba a Emma de sus tiernas actividades y la poseía sobre la mesa de billar, o encima del piano, o en el invernadero, o en el brazo de un roble que él mismo había plantado en su jardín décadas atrás. Cuántas flores, en la corola, detentaban el viejo y árido semen del naturalista. El perfume de la venganza, el olor dulzón de una pequeña y secreta guerra que inauguraba el viejo contra la naturaleza.

Sus estudios se enfocaron, como dice la Historia, en la construcción precisa y noble de la ciencia moderna. Eso también es verdad, que pasó muchos años queriendo demostrar que todos los seres vivos en la Tierra tenían un pasado común y que habían evolucionado hasta alcanzar este punto descollante del siglo XIX. Eso es cierto, pero lo que no saben los eruditos es que el hombre repudiaba veladamente la idea central de la ciencia y aborrecía sus propias teorías de selección natural. En su desesperación filial, había adoptado el espiritismo de manera sigilosa, aunque en cartas y documentos se presentaba a sí mismo como un escéptico de las ciencias ocultas. De manera oficial se había pronunciado a favor de la biología moderna, pero en sus laboratorios secretos desarrolló experimentos que atentaban contra la misma naturaleza, a la que ahora guardaba rencor por la imposibilidad de que sus hijos pudieran tener sus propios hijos. Buscaba, como muchos otros filósofos y pensadores de la época, el gran premio místico: la inmortalidad.

Es decir, quería patear el trasero de la muerte antes que nadie.

Ah, pobre Charles Darwin, preso de la sexualidad y el amor irracional que tenía por su prima Emma, no pudo advertir el error carnal ni hacer mucho para detener la condena genética, la maldición que había caído sobre sus retoños: todos sus hijos, o bien fallecieron en el amanecer de sus vidas, o nacieron deformes, o no pudieron continuar el linaje porque la paternidad les fue arrebatada. Qué dolor y cuánta injusticia para una celebridad que había cambiado el paradigma de la ciencia. Qué ironía y qué tristeza sentía la robusta Emma, esa máquina de bebés en la que se había convertido por el incontrolable apetito sexual de su marido, el semental podrido. El pecado, decía ella, se ha pronunciado en nuestra contra, Charlie. Y aunque se mostraba más bien frío ante las acusaciones y fantasías de su amante, en soledad el viejo Darwin se sentía prisionero de la confusión y de la culpa.

La culpa, el mecanismo de responsabilidad que activa todas las obsesiones, originó un nuevo plan científico, un programa descabellado que nunca nadie pudo adivinar: dedicó todas sus energías a la búsqueda de la fuente simbólica de la juventud. Porque añoraba la expiación de sus deslices carnales: se prometió a sí mismo que antes de morir encontraría la forma, por más oscura y lúgubre que fuera, de conceder la posteridad y el futuro a sus hijos infértiles.

Así, atormentado y contrito, formó un grupo de investigadores, filósofos y naturalistas para encontrar la fórmula real de la vida eterna. Se reunió en las sombras con el más entusiasta y hostil de sus enemigos para echar abajo su propia teoría: hizo las paces con Patrick Matthew, un sabio en maderas para la construcción de barcos que se había adelantado ocho años en proponer la teoría de selección natural en su libro Madera naval y arboricultura [3] escrito en 1831. El rencor no era poco, porque Darwin se llevó todos los honores de la Royal Society junto a Alfred Russel Wallace a mediados del siglo.

Patrick, sin medallas ni gratificación, perdonó.

Pero Matthew era más bien sombrío y estaba seducido por las ciencias oscuras. Anhelaba con su negro corazón la catástrofe y confirmaba en la hipótesis de su publicación, que pasó más o menos desapercibida, que la calamidad ecológica había sido la responsable suprema del proceso evolutivo. Cada tanto, exponía, la Tierra debe resetearse. Encubierto, asistía regularmente a sesiones espiritistas en las que exigía la presencia fantasmal de Nostradamus y otros profetas famosos. Quería establecer una fecha exacta para la humanidad y su infalible enfrentamiento con la extinción.

Darwin, oculto también bajo una capucha, una noche invernal y de augurios mentales, descubrió a su colega (y acérrimo enemigo hasta entonces) en la misma mesa espiritual. Al finalizar la asamblea psíquica lo abordó. La idea, aunque peligrosa, era limar asperezas con su viejo adversario. Empezaría, sin duda, con una disculpa.

—Viejo Patrick, relaja tus puños.[4] Hablemos.

—¡Descaro! Cualquier cosa que salga de tu tramposa lengua estoy seguro de que yo la dije antes, así que no me sorprenderá lo que tengas que expresar.

—Seamos amigos, sialorreico. [5]

—Escucha esto, anciano. Tú y yo jamás seremos amigos.

—Lo arruiné, Patrick. Lo arruiné.

—¿Qué?

—Hay algo más. Lo sabes.

—¿De qué demonios estás hablando, senil? Ya enfermaste de la mente.

—Sé por qué estás en estas reuniones.

—No. No lo sabes.

—Debes perdonarme, esto va más allá de nosotros.

—Habla claro. Moja tu lengua en vino.

—Podemos vencer a la naturaleza.

—Aclárame esto. Quizá no entendí tu libro. ¿No se supone que la famosa Naturaleza se impone y que hace de las suyas, que no podemos superar su capricho?

—La Naturaleza es una embustera. [6] Y, por lo tanto, podemos pasar de ella. Te necesito, buen Patrick, necesito enmendar mi error. ¿Y quién mejor que tú para corregir el camino que llené de lodo? Escucha lo que tengo que decir. Reúnete conmigo en Down House. [7] Haremos Historia. La reescribiremos, más bien.

—Tengo una condición, viejo maldito.

—Patrick, soy diecinueve años más joven que tú.

—¿Quieres escuchar mi condición o no?

—Dime.

—Mi nombre aparecerá primero que el tuyo.

—La teoría Matthew-Darwin. ¿Te suena bien? No lo sé.

—¿Aceptas o no? Ya dime.

—Está bien. Aprieta mi mano, Patrick Matthew.

—Eres tan fuerte como un roble, vejestorio.

En la enorme mansión de Charles, consentidos por un festín organizado por Emma y con las barrigas hinchadas, crearon el Gran Laboratorio Clandestino. La magia inmortal dio su primera pisada en el mundo. Pasaron toda la tarde bebiendo té con las camisas desabotonadas. Más adelante, fundarían el Concilio Fenomenológico de la Vida Eterna. Darwin sólo quería que sus hijos vivieran mucho más, que rebasaran la implacable condena hereditaria impuesta por su sexualidad. Matthew, por su parte, tenía ambiciones más sencillas: quería ser testigo del fin del mundo. Eso también es verdad.

1 Ciento cuarenta y cuatro años antes de la Gran Guerra Semiótica. 

2 Es temprano para reconocer la ironía en las primeras páginas de este manuscrito, pero el nombre de esta casa, adquirido por estar ubicada en la localidad de Downe, al sureste de Inglaterra, contiene algunas coincidencias con el desarrollo de la trama que converge junto a ésta. Primero, porque uno de los personajes emparentados con Charles Darwin tiene síndrome de Down, como se verá más adelante. Y, segundo, porque yo, el narrador de esta parte de Fenomenología, también lo padezco. Es decir, el síndrome. El síndrome de Down. Eso. Lo padezco. Padezco síndrome de Down. Soy narrador y tengo síndrome de Down. Pero alguien más les hablará de mí. Sigamos.

3 Este científico aventajó a Darwin y Russel por casi treinta años. Uno de los textos hallados en el apéndice de esta investigación dice: “Hay una ley universal de la naturaleza que tiende a hacer que cada reproductor sea el más adecuado a su condición en su clase, o que la materia organizada es susceptible de parecer destinada a modelar las facultades físicas y mentales o instintivas, a su más alta perfección, y para continuar así. Esta ley sostiene al león en su fuerza, a la liebre en su rapidez y al zorro en sus artimañas”. Por otro lado, en 2014, año de la Gran Guerra Semiótica, un sujeto llamado Mike Weale desarrolló un sitio web llamado The Patrick Matthew Project, un rincón virtual dedicado a la difusión de la obra naturalista y adelantada de este escocés. En la página se pueden encontrar los estudios, fotografías y una miscelánea. Además de una compilación de cartas entre este sujeto y Darwin.

4 El viejo Patrick, cuando se enojaba, tensaba los brazos y apretaba los puños. La mayoría de sus amigos y colegas podían identificar sus rabietas mirando el movimiento apenas perceptible de los hombros, los cuales vibraban frenéticamente debajo del abrigo.

5 Esta palabra se deriva de “sialorrea”, una condición médica que también es conocida como hipersalivación o ptialismo y que se distingue por la secreción permanente y excesiva de saliva o baba de quien la sufre al hablar. Darwin no dijo “sialorreico” sino “bespawler”, una palabra acorde a su tiempo. Matthew escupía todo el tiempo a sus interlocutores. No sólo eso. La mayoría de las veces debía volver a transcribir sus investigaciones, cubriéndose con un pañuelo, porque sus hojas terminaban humedecidas y la tinta chorreada.

6 La frase exacta que utilizó Charles fue: “Nature is a hornswoggler”. El término hornswoggler corresponde con los insultos victorianos de aquella época.

7 De nuevo. Ironía. Ya se verá.

Imagen: A.A.F