«La banda de los niños» (fragmento)

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Un fragmento de la nueva novela del escritor italiano Roberto Saviano publicada en español por Anagrama

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Imagen: Roberto Saviano / Getty Images

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Donde hay niños, existe la Edad de Oro

Novalis

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Primera parte

El balandro viene del mar

 

El término napolitano paranza viene del mar.

Quien nace en el mar no conoce un mar sólo. Está ocupado por el mar, mojado, inundado, dominado por el mar. Puede estar lejos de él durante el resto de la existencia, pero siempre estará empapado. Quien nace en el mar sabe que existe el mar del curro, el mar de las llegadas y las partidas, el mar de la descarga de las alcantarillas, el mar que te aísla. Está la cloaca, la vía de escape, el mar barrera infranqueable. Está el mar de noche.

De noche se sale de pesca. Oscuro como boca de lobo. Blasfemias y ninguna plegaria. Silencio. Sólo ruido de motor.

Dos barcas se alejan, pequeñas y mustias, coronadas casi hasta hundirse por las lámparas del mar. Van una a la izquierda, una a la derecha, con las lámparas delante para atraer a los peces. Lámparas. Luces cegadoras, electricidad salina. La luz violenta que atraviesa el agua sin gracia alguna y llega al fondo. Da miedo ver el fondo del mar, es como ver dónde acaba todo. ¿Y es esto? ¿Es este montón de piedras y arena que cubre toda esta inmensidad? ¿Sólo esto?

Paranza es el nombre de las barcas que van a la caza de peces a los que engañar con la luz. El nuevo sol es eléctrico, la luz invade el agua, toma posesión de ella, y los peces la buscan, le tienen confianza. Tienen confianza en la vida, se lanzan boquiabiertos guiados por el instinto. Y, mientras, se abre la red que los rodea, veloz; las mallas aprisionan el perímetro del banco, lo envuelven.

Luego la luz se detiene, parece finalmente al alcance de las bocas abiertas. Hasta que los peces empiezan a recibir empujones el uno contra el otro, todos moviendo la aleta, en busca de espacio. Y es como si el agua se convirtiera en un charco. Rebotan, cuando se alejan casi todos chocan, chocan contra algo que no es blando como la arena, pero no es tampoco roca, no es duro. Parece violable, pero no hay manera de superarlo. Se agitan arriba abajo arriba abajo derecha izquierda y de nuevo derecha izquierda, pero cada vez menos, cada vez menos.

Y la luz se apaga. Los peces son izados, el mar para ellos sube repentinamente, como si el fondo se estuviera alzando hacia el cielo. Son sólo las redes, que tiran hacia arriba. Ahogados por el aire, las bocas se entreabren en pequeños círculos desesperados y las branquias, colapsadas, parecen vejigas abiertas. La carrera hacia la luz ha terminado.

 

EL ENMIERDAMIENTO

–¿Me estás mirando?

–No, para nada.

–¿Y qué miras?

–Oye, hermano, ¡te confundes! Yo no tengo nada que ver contigo.

Renatino estaba entre los otros chicos, hacía rato que lo habían visto en medio de la selva de cuerpos, pero cuando se dio cuenta ya lo habían rodeado entre cuatro. La mirada es territorio, es patria, mirar a alguien es entrar en su casa sin permiso. Observar a alguien es invadirlo. No desviar la mirada es manifestación de poder.

Ocupaban el centro de la plaza. Una plazoleta cerrada entre un círculo de edificios, con una única calle de acceso, un único bar en la esquina y una palmera que, por sí sola, tenía el poder de imprimirle un aire exótico. Aquella planta clavada en pocos metros cuadrados de tierra transformaba la percepción de las fachadas, de las ventanas y de los portales, como si hubiera llegado desde la plaza Bellini con un golpe de viento.

Ninguno pasaba de los dieciséis años. Se acercaron respirándose los alientos. Ya era un desafío. Nariz contra nariz, listo el cabezazo sobre el tabique nasal si no hubiera intervenido Briato’. Había interpuesto su cuerpo, un muro que delimitaba una frontera.

–¡Y aún contesta! ¡Sigues hablando! Joder, y tampoco bajas los ojos.

Renatino no bajaba los ojos por vergüenza, pero si hubiera podido salir de aquella situación con un gesto de sumisión lo habría hecho con gusto. Bajar la cabeza, incluso arrodillarse. Eran muchos contra uno: las reglas de honor cuando se debe pegar a alguien no cuentan. Pegar, vattere en napolitano, no es simplemente traducible por «golpear». Como ocurre en las lenguas de la carne, pegar es un verbo que desborda su significado. Te pega tu madre, te golpea la policía, te pega tu padre o tu abuelo, te golpea el maestro de escuela, te pega tu chica si has posado durante demasiado tiempo tu mirada en otra.

Se pega con toda la fuerza que se tiene, con verdadero resentimiento y sin reglas. Y sobre todo se pega con una cierta cercanía ambigua. Se pega a quien se conoce, se golpea a un extraño. Se pega a quien está cerca de ti por territorio, cultura, conocimiento, a quien es parte de tu vida; se golpea a quien no tiene nada que ver contigo.

–Vas poniendo «me gusta» a todas las fotos de Letizia. Vas poniendo comentarios por todas partes, ¿y cuando vengo aquí a la plazoleta también me miras? –lo acusó Nicolas. Y mientras hablaba, con los alfileres negros que tenía en lugar de ojos clavó a Renatino como a un insecto.

–Yo no te estoy mirando, de verdad. Y, de todos modos, si Letizia pone las fotos, significa que puedo poner los comentarios y los «me gusta».

–¿Y en tu opinión, por tanto, no debería pegarte?

–Eh, me estás rompiendo las pelotas, Nicolas.

Nicolas empezó a empujarlo y a zarandearlo: el cuerpo de Renatino tropezaba con los pies que tenía al costado y rebotaba contra los cuerpos delante de Nicolas como sobre los bordes de un billar. Briato’ lo lanzó a Dragón, que lo agarró con un solo brazo y lo lanzó contra Tucán. Éste fingió darle en la cabeza, pero luego lo devolvió a Nicolas. El plan era otro.

–¡Eh, pero qué coño estáis haciendo! ¡¡¡Eh!!!

Era la voz de una bestia, es más, de un cachorro asustado. Repetía un solo sonido que le salía como una plegaria implorando salvación:

–¡¡¡Eh!!!

Un sonido seco. Una «e» gutural, simiesca, desesperada. Pedir ayuda es la firma de la propia cobardía, pero esa única letra, que era además la letra final de «ya vale», esperaba que pudiera ser entendida como una súplica, sin la humillación máxima de tener que explicitarla.

A su alrededor, nadie hacía nada, las chicas se marcharon como si estuviera a punto de comenzar un espectáculo al que ellas no querían ni podían asistir. Los demás se quedaron casi fingiendo que no estaban allí, un público que en realidad estaba atentísimo pero dispuesto a jurar, si era interrogado, que había tenido durante todo el tiempo la cara en el iPhone y no se había dado cuenta de nada.

Nicolas echó un vistazo veloz a la plazoleta, luego con un fuerte empujón tiró a Renatino. Él intentó levantarse, pero una patada de Nicolas en pleno pecho lo aplastó de nuevo contra el suelo. Lo rodearon los cuatro enseguida.

Empezó Briato’ cogiéndole las piernas por los tobillos. Cada tanto se le escapaba uno, como una anguila que trata de volar a media altura, pero siempre lograba evitar la patada en la cara que Renatino trataba de asestarle desesperadamente. Luego le ciñó las piernas con una cadena, de esas delgadas que se usan para atar las bicicletas al poste.

–¡Está apretada! –dijo después de haber cerrado el candado.

Tucán le aseguró las manos con un par de esposas de metal revestidas de pelo rojo, debía de haberlas encontrado en algún sex shop, y le daba puntapiés en los riñones para aplacarlo. Dragón le sujetaba la cabeza con aparente delicadeza, como hacen los enfermeros después de los accidentes cuando ponen un collarín.

Nicolas se bajó los pantalones, le dio la espalda y se agachó sobre el rostro de Renatino. Con un gesto rápido cogió las manos atadas para mantenerlas quietas y empezó a cagarle en la cara.

–¿Qué dices, Dragón?, en tu opinión, ¿un mierda se come la mierda?

–Yo creo que sí.

–Venga, que está saliendo…, buen provecho.

Renatino se debatía y gritaba, pero cuando vio salir la masa marrón se detuvo de repente y lo cerró todo. Cerró los labios, frunció la nariz, contrajo el rostro, lo endureció esperando que se convirtiera en una máscara. Dragón mantuvo la cabeza quieta y sólo la soltó cuando el primer trozo cayó sobre el rostro. Y sólo lo hizo para no correr el riesgo de ensuciarse. La cabeza volvió a moverse, parecía enloquecida, a derecha y a izquierda tratando de remover el trozo de mierda que se le había encaramado entre la nariz y el labio superior. Renatino consiguió hacerlo caer y volvió a gritar su desesperado:

–¡Eh!

–Chavales, llega el segundo trozo…, mantenedlo quieto.

–Joder, Nicolas, has comido mucho…

Dragón volvió a sujetar la cabeza, siempre con ademán de enfermero.

–¡Cabrones! ¡¡¡Eh!!! ¡¡¡Eh!!! ¡¡¡Cabrones!!!

Gritaba, impotente, para luego callarse en cuanto vio salir el segundo trozo del ano de Nicolas. Un piloso ojo oscuro que con dos espasmos partió la serpiente de excremento en dos trozos redondeados.

–Ah, por poco me das, Nico’.

–Dragón, ¿quieres también tú un poco de tiramisú de mierda?

El segundo trozo le cayó sobre los ojos. Renatino sintió que las manos de Dragón lo liberaban y, por tanto, volvió a mover la cabeza histéricamente hasta que le vinieron unos conatos de vómito. Luego Nicolas cogió un borde de la camiseta de Renatino y se limpió el ano, pero con esmero, sin prisa.

Lo dejaron allí.

–Renati’, tienes que darle las gracias a mi madre, ¿sabes por qué? Porque me da bien de comer, si comiera las porquerías que cocina esa zorra de tu madre ahora te cagaba diarrea y te dabas una ducha de mierda.

Carcajadas. Carcajadas que quemaban todo el oxígeno en la boca y los ahogaban. Parecidas al rebuzno de Lucignolo. La más banal de las carcajadas ostentadas. Carcajadas de chicos, gamberras, arrogantes, un poco sobreactuadas, para complacer. Quitaron la cadena de los tobillos de Renatino, lo liberaron de las esposas:

–Quédatelas, te las regalo.

Renatino se sentó, apretando aquellas esposas revestidas de peluche. Los otros se alejaron, salieron de la plazoleta vociferando y lanzándose sobre los ciclomotores. Coleópteros móviles, aceleraron sin motivo, frenaron para no chocar el uno contra el otro. Desaparecieron en un instante. Sólo Nicolas mantuvo sus alfileres negros apuntados hasta el final sobre Renatino. El movimiento de aire le desordenaba el pelo rubio que un día u otro, había decidido, se raparía al cero. Luego el ciclomotor sobre el que montaba como pasajero lo llevó lejos de la plazoleta, y fueron sólo siluetas negras.

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Fragmento del libro La banda de los niños, Roberto Saviano (Anagrama), 2017. Traducción de Juan Carlos Gentile Vitale. Cortesía otorgada por Anagrama

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